Fragmentos de “El Castillo de Alsélzion”
Esta hermosa tierra, este esplendoroso cielo que la rodea, las exquisitas cosas ofrecidas por la amante Naturaleza, son elementos dados al ser humano no sólo para satisfacer sus necesidades materiales sino para la evolución de su progreso espiritual. De la luz del Sol puede sacar nueva vida para su sangre; del aire, nuevos suplementos de vida; de los mismos árboles, yerbas y flores, medios para renovar su fuerza, y nada ha sido creado sino con la intención de contribuir a su propio placer y bienestar, porque si la base o fundamento del Universo es el Amor, como lo es en realidad, es natural que el Amor desee ver a sus criaturas felices. La miseria no tiene lugar en el plan divino de la creación. La miseria es únicamente el resultado de la propia oposición del ser humano a las leyes naturales.
En la Naturaleza todas las cosas trabajan en calma y constancia, y resuelta y directamente hacia el bien. La Naturaleza obedece en silencio las órdenes de Dios. El ser humano, por el contrario, interroga, argumenta, niega, se revela, de donde resulta, que derrocha sus fuerzas, y falla en sus más elevados anhelos. No hay un momento en que el ser humano, consciente o subconscientemente, no desee algo y la suma de fuerzas que emplea en desear cosas perfectamente efimeras e insignificantes, podría casi levantar un planeta.
El hombre puede llegar a ser lo que quiera ser: un dios o meramente una masa de unidades embrionarias que vuela de una a otra faz de la vida eterna en estúpida indiferencia, compeliéndose a sí mismo a que transcurran siglos antes de seguir por algún decisivo sendero de separada acción individual. La mayor parte de los seres humanos prefiere ser nada en ese sentido; sin embargo, todos estamos sometidos a las consecuencias de nuestra eterna responsabilidad.
Los millones. de millones de átomos que componen los elementos eternos del Espíritu y de la materia son duales, es decir, de dos clases: los que mantienen su estado de equilibrio, y los que ejercen una acción desintegrante a fin de construir nuevamente. Esto que ocurre en el Universo ocurre también en la composición del ser humano y nuestras almas están colocadas en guardia, por decirlo así, entre ellas. Un ejército de átomos se encuentra pronto para mantener el equilibrio de la salud y de la vida; no obstante, si por negligencia y falta de vigilancia del centinela llamado alma, permite a una parte de ellos convertirse en inútiles y estériles, el otro ejército, cuya misión es destruir todo lo que es falso e inútil (con el propósito de renovarlo para darle una mejor forma), principia a trabajar y ese proceso desintegrante, es nuestra concepción de decadencia y muerte. Sin embargo, naturalmente, semejante proceso no puede aún principiar sin nuestro consentimiento y complicidad.
Así como el directivo Espíritu de Dios gobierna la infinidad de átomos que forman los mundos siderales, así también el Espíritu del hombre puede gobernar los átomos de que él se compone, guiando su acción y renovándolos a voluntad, formando con ellos verdaderos soles y sistemas de pensamiento y poder creador, sin desperdiciar una partícula de sus eternas fuerzas vitales. Está en nuestro propio poder renovar nuestra propia juventud, nuestra propia vitalidad; sin embargo, vemos al ser humano descender por su propia culpa hacia la debilidad y la decrepitud, entregándose, por decirlo así, para ser devorado por las influencias desintegrantes que pudo fácilmente repeler.
Si el ser humano gobierna los átomos constructores y revivificadores que hay en él, ellos obedecerán sus órdenes y con fuerza creciente controlarán y subyugarán gradualmente a los átomos desintegrantes. Nada hay más sencillo que esta ley, que basta para poner en práctica para conservar la vida y la juventud. Toda ella está contenida en un esfuerzo de la voluntad a que obedece todo en la Naturaleza. El poder de la voluntad es parte de la creadora influencia de Dios. A la pregunta si es posible hacer siempre ese esfuerzo de voluntad la respuesta es afirmativa. El secreto está en resolverse a adoptar una actitud firme y mantenerla con igual firmeza.